Sin rima pero con pausa.

Por: Yolima Amado Sánchez. Ávida lectora y entusiasta escritora.

Imagen tomada en el municipio de Gachetá

Tengo los versos oxidados,

las letras ilegibles y las rimas disonantes -o altisonantes-,

los tiempos de emoticonos, gifs, stickers e inteligencias artificiales me entumecieron la mano y las hipérboles,

se me acortaron las frases y los susurros, se me volvieron borrosas hasta las metáforas.

El conteo de caracteres me limitó las idas y venidas del pensamiento,

perdí el permiso de perder el hilo o perderme en vacilaciones.

Ahora me gritan que sea breve, que sea concreta,

que vaya al punto ¡Como si yo fuese cadeneta!

Mensajes más cercenados que los olvidados telegramas,

menos onerosos, inciertamente cuidadosos,

sin prosa ni cadencia,

sin alcance alguno para la demencia.

Por fin una imagen vale más que mil palabras,

o al menos eso nos hacen creer quienes las ignoran.

Ya hasta la ortografía perdió su lugar y vaga en camisa de fuerza por los rincones,

y las estéticas figuras literarias parecen no parecerse a nada,

indistintas y humilladas, por la mayoría ya olvidadas.

Sólo restan las apariencias, las fotos de sonrisas ensayadas,

notificaciones y alarmas, recordatorios y llamadas,

tenues tañidos que atormentan, que afanan y sobrepasan,

soniditos mecanizados que atenazan desde la nada.

Si no son teclas no son ya letras, imperan pantallas sin melodía.

Ya nadie entiende ni de cursivas, las manuscritas son rebeldía,

Sólo se sabe de las arrobas, de los hashtages con picardía,

Muertas están las caligrafías.

Escribientes y escrituras con obsolescencia no programada.

Yo escribo,

tú escribes,

él escribe,

nosotros escribimos,

vosotros escribís y ellos escriben.

Pero sólo frases cortas,

monosilábicos espasmos de emociones fragmentadas,

que nos oxidan los versos y se retuercen sin gana.

¿Cómo saber que se trata de un “buen libro”?


Por: Yolima Amado Sánchez. Ávida lectora y entusiasta escritora.

En estos más de cuarenta años de lecturas diversas he logrado afinar el detector para los “buenos libros”, sin importar el género, grosor, autor, fecha de su escritura o el material que los soporta. Seguramente cada quién tendrá sus propios criterios, y en verdad espero que así sea, porque esto indicaría que aun existen los ávidos lectores, sin embargo, en esta noche que no es como cualquier otra, quise listar -a modo de propuesta para nuevos y recorridos lectores- aquellos requisitos infaltables a la hora de decidir si aquel que tengo en las manos o proyectado en una pantalla, lo es.

Por supuesto, estos criterios están cimentados en mis diversas y particulares experiencias de lectura, que ciertamente no añoran ser compartidas o aprobadas, meramente explicitadas en un esfuerzo por hacer visible aquello que se diluye en la cotidianidad de las páginas, de sus letras y puntuaciones; aunque ya hace muchos años que son repasadas mentalmente y puestas en práctica sin siquiera notarlo, tras toparme con un nuevo manjar. A saber:

  1. En la primera página, no del prólogo ni de la contraportada, sino en la primera página del cuerpo del libro ha de haber ciertas palabras, ciertas oraciones o insinuaciones que me hagan sentir que en lo que sigue hay algo que quiero seguir leyendo. Si la primera página no me hace sentir convocada a leer, difícilmente aparecerá en las que siguen. Es algo similar a toparse con una puerta cerrada, puede ser una puerta bella, costosa, brillante, con pomo vistoso o deslumbrantemente adornada, pero si al abrirla no hay del otro lado más que un cuarto polvoriento o una calle ruidosa o un estante lleno de enciclopedias falsas, ciertamente no habría mayor cosa, sobresalto o deleite tras el umbral.

No obstante, en una habitación polvorienta se pueden esconder curiosos y olvidados tesoros, tras una calle ruidosa podemos toparnos con transeúntes misteriosos y relatos inesperados; y vaya uno a saber qué se puede esconder en medio de falsos libros o falsos estantes. En cualquier caso, esa primera página ha de susurrar un camino, un misterio, un tesoro o un carnaval, la posibilidad de habitar durante cierto tiempo tras cada cuartilla, al amparo de los sinuosos desfiladeros de la palabra.

  • A medida que avanza la lectura de los párrafos siento el deseo de señalar frases: No se trata de destacar palabras incomprensibles o rimbombantes, ni de señalar argumentos completos y cerrados, soy más una mujer de insinuaciones e interrogantes, de sobresaltos y destellos, de frases precisas y cadencias consonantes.

Tiene que ver con el impulso de subrayar frases que luego querré volver a leer, para sumergirme en sus diversos sentidos y enigmas o que, por intrigantes o estéticamente bien logradas, me susurran certidumbres que cuando las leo por primera vez, no alcanzo a recorrer por completo, entonces su contundencia me envuelve y me asalta la urgencia de marcarlas, de dejar alguna seña que salte a la vista, como quién marca los árboles en un bosque desconocido y teme perderse en él, si no deja un rastro visible que le permita salir o volver a recorrer el sendero.

  • El libro reclama mi atención completa, me sumerjo, me pierdo, olvido el paso del tiempo, el frío, el hambre, el dolor, la compañía, el entorno completo; casi que se me olvida que estoy viva, pues lo importante es aquello que encuentro entre las páginas. Suelo leer y tener música de fondo, sin embargo, si se trata de un “buen libro”, aquello que resuena no es más que ruido tenue e irrelevante, imperceptible, pues el libro se impondrá con sus variadas voces y me instará a ignorar las distracciones.

Cuando era una adolescente ya me dejaba atrapar. Mi madre me visitaba a altas horas de la madrugada, preocupada por la inmovilidad, desconcertada por la entrega y el abandono que me ponía como en trance, a miles de kilómetros, a siglos o dimensiones de distancia; me buscaba abrigo y me dejaba a solas, pues no podía estar de otra forma; le impresionaba que no me percatara del paso del tiempo o de las urgencias externas, pero ¿Qué más podía hacer?, si en esas lecturas y en las actuales, sólo me sé perder.

  • Una buena lectura siempre me insta a escribir. Leer sin escribir es señal de aburrimiento, de falta de inspiración y de desidia, al menos en lo que a mí respecta. Un “buen libro” me empuja a hacer lo propio, casi que me obliga a comentar, preguntar, objetar y atemperar, a «yolimatizar» la voz de cada autor, de cada personaje, concepto o argumento.

He aprendido que cuando un libro convoca se establece un vínculo particular entre quién escribió y quién escribe, de modo que si alguna lectura me permite meramente pasar los ojos sobre las líneas, sin pausa, sin comentario, sin señalamiento, si me deja estar ausente o permite que las distracciones de la vida circundante se impongan y no me apremia a escribir, es porque no fue escrito para mí y, en tal caso, hace mucho aprendí que no había más que hacer que dejarlo ir; como quién abandona un postre que a algunos puede deleitar, pero a ti te produce malestar y hostigamiento, el esfuerzo por tragar terminará en un desagrado mayor.

  • Tengo que volver a leer: No tengo idea de cuántos libros he leído hasta ahora, sin embargo, sé que aquellos que me resultaron “buenos”, he tenido que leerlos nuevamente, incluso más de dos veces. Y esto por varias razones: porque al terminar el libro siento que se me escaparon muchas cuestiones relevantes, porque el recorrido me llenó de pensamientos, emociones y figuraciones, porque dejé aquellas marcas y pistas que me invitan a volver a recorrer el camino, porque en cada nueva lectura construyo puentes diferentes, o simplemente porque el deleite de releer e imaginar una vez más se convierte en nostalgia lectora.
  • Finalmente, me acompañan sensaciones perfectamente contradictorias: la del olvido y la memoria. Puedo leer un libro varias veces y en cada ocasión sentir que nunca lo había leído, de ahí que me dejo atrapar y llevar por las palabras como si fuesen nuevas y desconocidas; a la vez, recuerdo frases, relatos, fragmentos, datos, imágenes visuales de las páginas precisas y el lugar en el que algún párrafo o idea está fijado, como si nunca me hubiese ido o si recién hubiese terminado la lectura.

Quizá porque quedo implicada en las páginas, porque aquí y allá he vivido la emoción de que quién escribió lo hizo para mí y para mi deleite, o tal vez, porque entre palabras y “buenos libros” he logrado estar, sentir, imaginar, saborear, escuchar y pensar, para luego tratar de ser y vivir, cuando me siento empujada a escribir.

Mochilas de esperanza

Isaac Gabriel Zurita Suarez. Edad 12 años.

Estudiante y escritor apasionado por compartir historias de esperanza.   

Una noche escuché a mis padres, hablando sobre mudarnos a casa de mi mami Elsa (mi abuela), porque donde vivíamos no les alcanzaba lo que ganaban para cubrir nuestras necesidades. Al llegar a casa de mi abuela, sufrí cambios importantes, me cambiaron de colegio y cuando comenzaba a adaptarme a mi nueva vida debíamos salir del país, pues mis padres no conseguían empleo y en realidad no querían ser una carga para mi abuela.

Salimos de VENEZUELA en el mes de mayo, un día muy especial, era el domingo día de las madres, ¡ya era una realidad! yo ignoraba lo que me estaba ocurriendo y ni siquiera sabía dónde íbamos a dormir. Llegamos a un pueblo llamado San Antonio, y allí atravesamos un puente donde había mucha gente, vi muchos policías vestidos de camuflaje verde y azul en ambas puntas del puente, yo me preguntaba: ¿Dónde estamos?… tengo miedo! y se lo dije a mi mamá, y ella con cariño me contestó: ¡Si no te separas de mí no te pasara nada!

Pasamos varios meses en una ciudad que luego supe que se llamaba Cúcuta y pertenecía a un país llamado Colombia; noté con tristeza que nos miraban mal y nos trataban con desprecio, mi papá aún no conseguía empleo estable…

Una noche los escuche hablando que en la mañana siguiente nos iríamos de allí, a otro lugar. Bien temprano agarramos las maletas, me colgué mi mochila y emprendimos la caminata; no supe nunca cuál sería nuestro destino, lo que observaba era que caminaba y no llegábamos a ninguna parte.

En esta travesía conocí la solidaridad de los colombianos, nos dieron comida, alojamiento y muchas veces nos llevaron «encolados» en grandes camiones, luego de 8 días llegamos a la Universidad de la Sabana, nunca había sentido tanto frio como esa noche, al día siguiente unos ángeles enviados por Dios, nos acogieron, nos dieron un techo y comida, empleo a mis padres… y aquí estamos en un sube y baja de sentimientos, situaciones muy cambiantes. 

¡Mis padres ya tienen empleo! Llevo 4 años estudiando en el colegio Antonio Nariño y estoy dispuesto a demostrarle a mucha gente que ¡SI SE PUEDE! Con mucho amor ¡LOGRARE ALCANZAR MIS SUEÑOS! De política no entiendo mucho, sólo sé, que gente estudiada se preguntan y conversan entre ellos cómo mejorar la vida de todos los ciudadanos, que el presidente y su equipo de trabajo crean leyes, decretos y otras cosas legales para solucionar la vida de nosotros los migrantes, sin sacrificar a sus paisanos, pero por las actuaciones indebidas de quienes deben cuidar a sus ciudadanos, es decir, de las malas políticas del gobierno venezolano, muchos de nosotros hemos venido a estas tierras a engrandecerlas y ser productivos.

Quería realizar un cuento, pero para mí fue mejor describir lo que viví en forma de cuento, ya que, por decisiones inadecuadas del gobierno, tuvimos que salir de nuestra tierra y dejar familia, amigos y mi país, pero doy gracias a todos los colombianos que de una u otra manera ayudan a estabilizar mi vida y la de mis padres… Muchas gracias por brindarme la oportunidad de expresarme, soy Isaac Gabriel Zurita Suarez uno de los muchos venezolanos forzado a dejar su patria, y quiero demostrar que los buenos somos más y que venimos a engrandecer a este hermoso país llamado Colombia.